Se dice que en Ulthar es un pueblo
situado más allá del río Skai, nadie puede matar un solo gato; cosa que
creo firmemente cuando contemplo el que tengo ronroneando ante el fuego.
Pues el gato es enigmático, y está familiarizado con las cosas extrañas
que los hombres no pueden ver.
Es el alma del antiguo Egipto, y
depositario de las leyendas de las ciudades olvidadas de Meroe y Ophir.
Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la
vieja y siniestra África. La Esfinge es su prima, y recuerda lo que
ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que sus diputados
prohibiesen matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa que
disfrutaban poniendo trampas a los gatos del vecindario para matarlos.
No sé por qué lo hacían; hay quienes detestan los maullidos por la
noche, y no les gusta que los gatos anden furtivamente por patios y
jardines al anochecer. Sea cual sea el motivo, este viejo matrimonio
gozaba atrapando y matando todo gato que se acercaba a su casucha
miserable; y por lo que se oía después en la noche, muchos de los
lugareños sospechaban que tenían un modo de matarlos de lo más singular.
Sin embargo, no hablaban de esto con el viejo matrimonio, debido a la
habitual expresión de sus rostros arrugados, y a que su choza era muy
pequeña y estaba oculta y oscurecida bajo unos olmos corpulentos, en el
fondo de un patio abandonado. En verdad, aunque los dueños de los gatos
odiaban a estos viejos, los temían aún más; y en vez de tacharles de
brutales asesinos, se limitaban a cuidar que ninguno de sus adorados
gatos se aproximara impensadamente a la apartada casucha oculta bajo los
árboles sombríos. Cuando por un descuido inevitable se perdía alguno, y
se oían los maullidos por la noche, su dueño lloraba con impotencia, o
se consolaba dando gracias al Destino por no haber sido uno de sus hijos
el desaparecido de este modo. Pues la gente de Ulthar era simple, y no
sabía de donde vinieron los gatos al principio.
Un día entró por las estrechas y
empedradas calles de Ulthar una caravana de extraños vagabundos que
procedían del sur. Eran trotamundos atezados, distintos de aquellas
gentes ambulantes que pasaban por el pueblo dos veces al año. Decían la
buenaventura a cambio de plata en los mercados, y compraban alegres
abalorios a los mercaderes. Nadie sabía de que país venían estos
vagabundos; pero observaron que eran dados a rezar extrañas plegarias, y
que a los lados de sus carromatos llevaban pintadas extrañas figuras
con cuerpo humano y cabeza de gato, de halcón, de león o de carnero. Y
el jefe de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos y un curioso
disco entremedias.
Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba. La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera.
Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba. La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera.
A la mañana del tercer día de estancia
en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; al verle sollozando en
el mercado, los lugareños le hablaron del viejo y de su esposa, y de lo
que se oía por la noche. Al escuchar todo aquello sus sollozos dieron
paso a la reflexión, y finalmente a la plegaria. Extendió los brazos
hacia el sol y rezó en una lengua que los lugareños no entendieron;
aunque no pusieron mucho empeño en entender, ya que les acaparaban la
atención el cielo y las formas curiosas que adoptaban las nubes. Era muy
extraño, pero tan pronto como el niño hubo terminado su oración,
parecieron formarse en lo alto las figuras brumosas y oscuras de unos
seres exóticos, criaturas híbridas coronadas con los cuernos y el disco
entremedias. La Naturaleza está llena de tales ilusiones para
sugestionar a quienes son imaginativos.
Esa noche, los trotamundos se fueron de
Ulthar, y no se les volvió a ver. Y los habitantes se sintieron
consternados al darse cuenta de que no había un solo gato en todo el
pueblo. De cada uno de los hogares había desaparecido el gato familiar;
los grandes y los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los
amarillos y los blancos. El viejo Kranon, que era el burgomaestre, juró
que habían sido las gentes atezadas quienes se los habían llevado en
venganza por la muerte del gatito de Menes; y maldijo a la caravana y al
niño. Pero Nith, el flaco notario, declaró que el viejo campesino y su
esposa eran más sospechosos aun, ya que su odio a los gatos era conocido
por todos, y más atrevido cada vez. Sin embargo, nadie se atrevió a
acusar al siniestro matrimonio, aun cuando el hijo del posadero, el
pequeño Atal, aseguraba haber visto a todos los gatos en aquel patio
maldito, bajo los árboles, avanzando con paso medido, lenta y
ceremoniosamente, y describiendo un círculo alrededor de la choza en
fila de a dos, como si ejecutasen algún inaudito ritual. Los lugareños
no sabían si creer al chico; y aunque temían que el malvado matrimonio
hubiese hechizado y exterminado a todos los gatos, preferían no
enfrentarse con el viejo campesino mientras no saliese de su patio
tenebroso y repugnante.
Así que el pueblo de Ulthar se acostó
embargado por la ira y la impotencia; y he aquí que al despertar por la
madrugada, ¡cada gato había regresado a su hogar respectivo! Los
grandes, los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los
amarillos y los blancos; no faltaba ninguno. Todos aparecieron gordos y
lustrosos, emitiendo sonoros ronroneos de satisfacción. Los ciudadanos
hablaban maravillados del caso. El viejo Kranon insistió una vez más en
que había sido el pueblo atezado quien se los había llevado, puesto que
los gatos jamás regresaban vivos de la choza del viejo matrimonio. Pero
todos coincidieron en una cosa: que la negativa de los gatos a probar
sus respectivas raciones de comida y su plato de leche era sumamente
singular. Y durante dos días enteros, los lustrosos y perezosos gatos de
Ulthar no tocaron alimento alguno, y se limitaron a dormitar junto al
fuego o al sol. Una semana transcurrió, hasta que los lugareños
observaron que no había luz, por la noche, en las ventanas de la choza
oculta bajo los árboles. Luego, el flaco Nith comentó que nadie había
visto al viejo ni a la vieja desde la noche en que desaparecieron los
gatos. Una semana después, el burgomaestre decidió vencer su temor y
visitar la vivienda extrañamente silenciosa; como era su deber, aunque
tuvo el cuidado de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el
cantero como testigos. Y cuando echaron abajo la frágil puerta no
encontraron otra cosa que dos esqueletos humanos limpios y mondos en el
suelo de tierra, y un montón de cucarachas que corrían por los rincones
oscuros.
Mucho se habló después entre los
habitantes de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largamente con Nith,
el flaco notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados a preguntas.
En cuanto al pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado a
fondo, y se le dio un caramelo en recompensa. Hablaron del viejo
campesino y su mujer, de la caravana de atezados vagabundos, del pequeño
Menes, de su gatito negro, de la plegaria de Menes y el cambio del
cielo, de la acción de los gatos la noche en que se fue la caravana, así
como de lo que encontraron mas tarde en la choza que hay bajo los
árboles sombríos del patio repugnante.
Al final, los diputados aprobaron esa
famosa ley de que hablan los mercaderes en Hatheg, y que discuten los
viajeros de Nir; a saber: que en Ulthar, nadie puede matar un solo gato.
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